Estoy sin ser –dice el protagonista del relato- y me explica, a mí, que, como autor, le exijo –con cierto temor- explicaciones de en qué consiste eso de estar, pero no ser. Me contesta –creo que airado-, que la culpa es mía. No te ocupas de mí –recalca el mí con énfasis- me sitúas en tu narración como si fuese menos que un árbol. Ni dices lo que pienso ni por qué voy a decir unas palabras, como ese actor novel que sale por primera vez al escenario y ha de decir una frase corta, al repetir la cual en voz alta, irremediablemente, se equivoca y apuntador y traspunte se desesperan. Estar sin ser es como no haber venido del todo. No pesar sobre la tierra que se ocupa mediante una presencia física irrelevante.
Tiene razón mi personaje –se le ve más desahogado, ahora que me ha dicho cuatro frescas y ha asentado su personalidad, obligándome a concederle papel más trascendente en lo que iba a contar, que era poco más que un retablo costumbrista sin argumento y ahora se refiere al papel que en él desempeñan las figuras antes sólo descritas-, ocurre muchas veces. Sobre todo cuando asistes a un acto que apenas te interesa y en realidad, mientras otros debaten sobre el asunto, se acaloran, se llegan a apasionar, tú, en este caso yo, no somos más que presencias inertes, en realidad ausentes.
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