viernes, 28 de septiembre de 2007

Me suele acompañar Látimer, que es un gato atigrado, vulgar, grande, por el que siento afecto tal vez precisamente por ser atigrado, grande y vulgar, o lo que es lo mismo, molesto para cualquiera a que acompañase que no fuera yo. No puedo decir que es mío, porque, a diferencia de lo que ocurre de ordinario con los perros, los gatos no son de nadie, sino que ocasionalmente acompañan a esto o a aquél, según sus para nosotros inexplicables preferencias gatunas Y me resulta incluso útil ´-viaja conmigo, invisible, en el coche; se aloja en mi habitación y supongo que subrepticiamente, de noche, se mete en lo que sobra de mi cama o en la cama de al lado, cuando la habitación del hotel tiene dos-, porque devora mis sueños, se come mi imaginación, engulle mi fantasía. Y así yo, que de lo contrario no podría dormir, abrumado por sueños, desasosegado por la imaginación, inquieto de fantasías, me duermo apacible, descuidada, puede que insensatamente, cuando son tantas y tan horribles o tan bellas las cosas que te pueden ocurrir durante un viaje o en el transcurso de una noche de hotel, dormido entre extraños y tan solo como de modo inexorable se está para nacer y para morir. Hay noches, sin embargo, en que devorando seres imaginarios de mi cosecha, Látimer se traga a sí mismo. Entonces siento esta inquietud irremediable que se sigue de estar vivo, que es tanto como sufrir el temor de dejar de estarlo en cualquier momento. Por fortuna, Látimer, como el ave fénix, hasta ahora ha renacido siempre de sus cenizas. Lo imagino de nuevo y es siempre el mismo: grande, atigrado, vulgar. Me mira con desprecio, arquea el lomo, se vuelve rabialzado y se me come el sueño de soñar.

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