sábado, 29 de marzo de 2008

Cuesta ciertos días enhebrarse en la actividad, salir de ese entresueño de madrugadas grises que se van llenando de luz desparramada y poco a poco ya estás, de nuevo en pie, peleándome con la pesadilla de los coches que dejaron estacionados en cualquier parte, soñolientos conductores con prisa y ahora, de mañana temprano, es cuando se advierte que pisan la hierba del jardín reseco, ocultan la ribera del río, tapan las salidas y las entradas. Bueno, pues esto es una mala consecuencia de la civilización y digo yo que habrá que aguantarse, de modo que ajusto el paso al del perro, que hoy tiene prisa también, se nota en seguida, por llegar al sitio preciso donde sabe que puede aliviar sus congojas. El perro, alrededor de diez años, es decir, setenta, se va haciendo mayor y ha adquirido una cierta solemne y pausada lentitud, sobre todo al volver hacia casa, donde, al llegar, pongo, hoy sábado, un pequeño privilegio de fin de semana, música de jazz. Los dos saxos se persiguen, uno juega la melodía y el otro le responde y casi trina provocativos arpegios a que el interlocutor opone recortes más pausados. La mañana, jazz, lectura pausada de las espantosas noticias del periódico, que compensa con propaganda de viajes a rincones que acentúa de ciudades, conocidas o no, que despiertan, según, el viejo anhelo, que ya no es probable que se cumpla, de conocerlas o el recuerdo de haber estado allí. Alguien que llama por teléfono y cuenta que otro va a hacer lo que desde mi perspectiva es un disparate. Alguien me envía un correo agradeciendo lo que no tendría por qué. La gente tiene la manía de agradecer lo que no se ha hecho para que te lo agradezcan, sino porque la amistad se manifiesta apoyando en lo que está dentro de lo posible a los amigos.

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