sábado, 22 de marzo de 2008

Primavera granizada, como aquellos viejos refrescos de limón que dolían al tragar un sorbo de puro frío. Ha llegado esta loca, estación de los inesperados cambios caprichosos, del revoltijo de nubes, pájaros y viento con el sol que estrena musculatura, y todo justo hoy, Sábado Santo, cuando o crees que resucitó o nada valdría la pena. Me engancha una policíaca de Donna León, que te caza con ese modo suyo de traerte a Venecia, la ciudad inolvidable en que apenas estuve una vez y donde no es probable que vuelva a pesar de todas mis nostalgias y de que me haya convencido de que tal vez sea la más bella, y desde luego la más increíble de las ciudades de la tierra. Y ese modo que tiene de contarte la personalidad de su comisario, la mujer y los hijos y el suegro del comisario Brunetti, que, de pronto, es como si formasen parte del círculo de amigos indispensables, ni demasiado íntimos ni tan lejanos e indiferentes que no sirvan para reconocerse acompañados como sin duda vamos. Para que enamorarse de Venecia, sin embargo, hay que tener previa predilección por las ciudades hechas de niebla, espuma, historia y sueño, porque si no, es probable que no la elijas como tu ciudad. Confieso que es la mía, pero que tal vez me ahogase allí, y no por el peligro latente del aqua alta, sino por esa probabilidad de que parte de la ciudad esté cuando miras a otra parte disuelta en el aire, que así se convierte en una especie de neblina tenue, difícil de respirar.

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