viernes, 21 de marzo de 2008

A las nueve de la mañana del viernes, de este viernes concreto, hay un silencio adueñado de la calle que sigue el río, antes escoltado de aligustres, que aquí llaman, creo, sanjuaninos. Saltan las truchas, a desayunar su ración de mosquitos, dibujan sobre la inquietud del río círculos concéntricos que rompe la alegría del agua viva. Hay un atento cormorán que las estudia, localiza, y, cuando puede, se come. Comer y ser comido es dicen mis libros una constante de la vida animal, todavía salvaje en medio de la supuesta condición civilizada de los humanos. Silencio y coches detenidos, invadiéndolo todo, aplastujando las calas contra el muro, apenas asomando en lo alto el tallo, semienroscadas aún, al hilo de la primavera que debe llegar a alguna hora de hoy, tal vez entre hoy y mañana, disfrazada como suele de frío que llega a caballo del viento del nordeste. Leo que Hans Küng acaba de cumplir ochenta años, empeñado en abrir puertas y ventanas en la torre de la Iglesia edificada alrededor de Cristo, pero poniendo sus remiendos, sus añadidos, su humanidad, alrededor. Lo humano es a pesar de todo torpe. Se advierte en seguida que en torno a la vida hay un cuerpo frágil, pero opaco, que engaña a fuerza de querer aprovechar los sentidos hasta el paroxismo. El instinto de ir hacia, hasta el límite del sentido estético o del goce, nos embrutece, engañados por la progresiva exaltación de lo que sentimos y nos deslumbra. Por eso existen la locura y el arte, que tienen mucho de convergente en cuanto ambas apartan a la persona de lo que se considera socialmente normal. Me pregunto si habrá alguien capaz de describir o definir la normalidad, identificarla. ¿Donde hay alguien de que puede decirse que es un prototipo de persona normal?

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