martes, 18 de marzo de 2008

Tener un perro de peluche es a veces un sucedáneo del de verdad, sin sus lametones y exigencias, por eso yo tengo uno pequeño, asido por una cadenilla a la bolsa de los útiles de retratar, que nunca deben faltar a un aficionado a la fotografía desde que la fotografía acababa de salir de manos de Lewis Carroll, que, además de escribir las aventuras de Alicia, era aficionado a hacer fotografías sobre todo a las niñas –leo en una revista del ramo que ahora eso de retratar a los niños puede convertir en sospechoso por lo menos de pedofilia, en este mundo de horrores sin cuento- y a su lado, pendiente de otra cadenilla, un ratón que me regaló un hijo mío hace muchos años en un aeropuerto. El perro n tiene nombre todavía, pero al ratón le llamo Látimer y sospecho que cuando vamos de viaje y me quedo dormido, aprovecha para roerme los sueños. Tengo que buscarle nombre al perro, que compré una tarde en un parador de ya no recuerdo dónde, pero sí me acuerdo que fue porque me dio mucha pena verlo con aquella cara de tristeza, atrapado en la vitrina con su bufandita puesta, verde, con la p de parador bordada y sobre ella una coronita dorada. Ese es tan bueno que creo que no se me come nada y contempla con disimulada sorpresa las picardías del ratón, su por otra parte amigo. Ambos lo son mios, en cuanto les hablo y me escuchan sin protestar ni aparentar cansancio. Ni bosteza ni rebullen. Me miran con esa paciencia que no puede ocultar sin embargo que mantienen serias dudas respecto de mi sinceridad. Y es que vienen tanto conmigo y me conocen tanto que no puedo engañarlos del todo más que aprovechando esa peculiaridad que también tienen los perros de verdad de que casi nunca guardan rencor por los desafectos de su lo que ellos llaman compañero, si acaso líder de la pequeña manada que nos integra, y nosotros amo.

No hay comentarios: