miércoles, 19 de marzo de 2008

España ha debido de ser un país difícil para vivir, deduzco de la lectura de sendas biografías de Clarín y Jovellanos, sobre todo el segundo, hecho un lío en mitad del berenjenal en que metió a Europa la revolución francesa, que en este viejo continente, durante muchos siglos, las cuestiones se ventilaron siempre a tiros, más eficaces a medida que se inventaban armas que lo fuesen más que las viejas espadas y las saetas y pedruscos de las catapultas, y para colmo estaban las mazmorras de los poderosos y las hogueras de la Santa Inquisición, mucho más tarde calabozos y checas, paseos y fusilamientos, levantamientos y algaradas, motines y demás refriegas, con dos guerras mundiales en medio, en cuanto empezaron a fatigar aquellas guerras de los treinta y de los cien años, que mentira parece que haya quedado gente para contarlo y mantener viva una especie tan belicosa como la humana. Todavía hoy, tomas abres cualquier día el periódico y hay algún energúmeno que en ataque de frenética ira acabó con la vida de otro más débil o con menor suerte en el manejo del garrote, la navaja o el cuchillo de cocina, mutado en improvisada bayoneta.

Recomendar cambios de conducta y así culturales, acordes con lo que muda nuestro ámbito y el conocimiento que tenemos de la criatura humana, desencadena con frecuencia la ira de los “situados”, para quienes la mudanza supone esfuerzo imaginativo y de adaptación. Se niega, quien supone haber llegado a alguna parte, a retomar el zurrón y reemprender el camino, la dinámica en que vivir, que es convivir, consiste. No cae en la cuenta de que de este lado del espejo, la condición humana supone permanecer en camino, o si se acampa, estar siempre dispuesto a levantar la tienda y reemprenderlo.

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