Ser viejo tiene la incuestionable ventaja de que obliga a caminar más despacio y recobras algunas de las perspectivas que habías perdido con la prisa, ese mal de nuestro tiempo que nos ha dejado sin paisajes, cuando viajamos a velocidades siempre excesivas por carreteras cada vez mejores con vehículos cada vez más rápidos.
Primero, las autovías y autopistas nos sacaron de la entrañable familiaridad con los pueblos que atravesábamos con tiempo hasta para tomar un café o comprar un queso o la garrafa de vino del país, y ahora el tren de alta velocidad, que nos arrebata la contemplación del paisaje y con ella la escapada imaginativa de pensar un cuento protagonizado por los personajes que lo poblaban.
Parece por eso un mundo nuevo el que se abre a mi lado cuando ya no puedo correr sin tiempo para ofrecer o contestar un saludo y acompañarlo, como aquel con quien te cruzas, con una sonrisa. Mi buen amigo Luis solía decir que la sonrisa nos diferencia de los animales. No es del todo cierto, porque ya he dicho alguna vez que creo que por lo menos los perros sonríen, pero casi, y una sonrisa a tiempo estoy dispuesto a testificar donde proceda que en muchas ocasiones mejora el estado de ánimo, y así, hasta puede que progresivamente el carácter.
Ir despacio te depara nuevas experiencias con los sonidos, muchos de ellos musicales, que hacen alrededor multitud de cosas de las que nos rodean, desde una puerta vieja que golpea o rechina hasta el agua viva del arroyo, la mar en complicidad con la playa o las rocas a pie de acantilado o el viento jugando con las hojas de cada árbol, que, fijándose, puede apreciarse que como ocurre cuando se golpea un cristal o un recipiente más o menos ocupado por algún líquido, devuelven sonidos diferentes y todo se conjuga, como ocurre con los colores de cualquier puesta de sol.
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