En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
lunes, 31 de marzo de 2008
Jugábamos al fútbol de la playa, que si te quitas los zapatos, las “entradas” furibundas, entusiastas, te lesionan, pero si no, se te forma el adarce, en la piel de los zapatos y eran zapatos perdidos para siempre, o jugábamos al fútbol de botones, previa requisa de material en los costureros de la casa, que ya estuvo aquí el niño, revolviéndolo todo, dejando los hilos enredados, como las madejas cuando las abandonan los gatos de una casa. Al fútbol de botones, casi tan apasionante como el de verdad, jugábamos en los bancos del parque, en las escaleras de los portales y en las mesas del comedor de las casas, ¡que pongáis el hule!, que si no se raya toda –decían nuestras pobres madres, a gritos, desde la solana- Nosotros con la obsesión de intentar el gol definitivo del partido ni oíamos y excusado es decir que sin hule resbalaban mejor los botones, es decir, los jugadores internacionales, verdaderos fenómenos de nuestros equipos. Ahora los niños no juegan a los botones futbolistas. Compran partidos en la televisión y el Barcelona les da disgustos sin consuelo posible, como el domingo pasado, que iban ganando por dos goles a cero en el primer tiempo y en el segundo les zurraron la badana, que menuda alegría para los seguidores y amigos del Betis de Sevilla. Viene esto a cuento de que el otro día encontré mi vieja caja de botones en un rincón del desván y los extendí sobre una mesa y todavía me acuerdo, puse porterías … bueno, me gané a mí mismo un enconado partido. Dicen, me digo, que en el corazón de cualquier hombre pueden producirse inesperadamente latidos del niño que fue. Es cierto.
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