viernes, 28 de marzo de 2008

Envidio aquella capacidad que tuve de ensimismarme. Nos hace falta, a mí por lo menos, encerrarnos, mirarnos, desde fuera, en el conjunto de que formamos parte, pero, por un momento siquiera, aislados de la convivencia indispensable para la vida, como si nos hubiésemos dormido y estuviéramos exclusivamente acompañados de la añoranza que en cuanto estamos solos nos lacera, de tomar contacto en seguida con los otros. Tal vez sea mucho pedir. Es posible que la capacidad de aislarse, siquiera sea de modo provisional y transitorio, sea una prerrogativa de juventud, de cuando todavía no tienes claro en que consiste eso de querer, ejercitar, ejecutar el amor y te quedan resabios de pensar que es algo posesivo, por medio de que puedes apoderarte de la otra persona. Y que cuando llega la madurez y te encuentras con la realidad de que amar es entregarse sin pedir nada a cambio, ya resulta imposible regresar al desierto, tomar puñados de arena e ir pensando los granos que se derraman. Es tremendo descubrir que no se vive para adquirir sino para desparramarse.

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