sábado, 15 de marzo de 2008

Se advierte estos días inmediatamente anteriores a la llegada de la primavera que hay un especial excitación en los seres que parecían dormidos y ahora tiemblan en sus cápsulas o de abren, sin más, al gozo de vivir. Supongo que las sabandijas que están saliendo de sus crisálidas, esa misma que parecía esta mañana un copo de algodón deshilachado sobre la hoja de la cala, no advierten sino el gozo instantáneo de vivir, igual que esos mosquitos efímeros que remontan el río en busca de hembra con que cumplir la mínima exigencia de que permanezca su especie. No tienen –que se sepa- alegrías ni tristezas al acecho, ni los agobia el temor de la muerte. Disponen de ese gozo de vivir sin ayer ni mañana en que consiste su presencia por unos momentos infinitesimales del tiempo universal que se mide en años luz. Es todo un espectáculo, que, salvo especialistas y estudiosos, hemos olvidado contemplar y casi, a poco que me detengo a mirar, con el perro ya nervioso, tirando desde el extremo de su correa extensible, escucho la musicalidad de la salida de una mariposa de su botón colgante de la rama del salguero a la vera del río, junto al evónimo de hojas de sol cautivo. Mucho más agradable que leer la digresión vana de un mínimo, que critica, desde su empacho de aburrimientos rancios, en la hoja que le dejan manchar de cierto periódico, la obra de otro escritor ya fallecido, de singular originalidad. Si no puedes elogiarlo y está muerto ¿por qué no lo dejas en paz? Hizo, escribió lo mejor que supo. Si no gusta, basta apartar su obra, echar el libro al fuego del Cura y el Ama, con el auxilio del Bachiller si acaso y del Barbero y dejarlo que arda en el olvido. Quede, siempre, sin embargo, un ejemplar, por si algún raro lo prefiere y es capaz de alcanzar el deleite que el autor disfrutó mientras lo escribía. Ese dolor de parto que ha de sufrirse a veces para dar a luz lo que se escribe, bien lo merece.

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