miércoles, 5 de marzo de 2008

Hacer un crucigrama es enfrentarse con el ingenio del autor, desenredar sus estratagemas, reordenar el caótico juego de palabras o incluso de letras de la palabra que utiliza a la vez para orientarme y distraerme la atención. Es un juego nuevo y distinto, el de estos crucigramas de La Vanguardia, diferentes, originales, absorbentes.

Me atraen estos juegos en que de algún modo la razón se ha de salir de sus carriles para descubrir escondrijos de construcciones y significados, cuya solución supone el restablecimiento de un equilibrio, algo así como reorganizar el mobiliario de una estancia, provisionalmente disperso para hacer limpieza o para rebuscar algo perdido o que otro escondió.

Salgo, luego a la calle y redescubro que este es un pueblo lleno de sorpresas climáticas, con calles abrigadas –ahora que ha vuelto el frío, o que está pegando los últimos rabotazos del invierno-, y otras por donde corre una brisa helada, y en su esquina es donde se detiene el perro a husmear con mayor interés las huellas de sus congéneres.

Están poniendo los tenderetes del mercadillo semanal, desparramando fruta, ropa, muebles de mimbre, campanillas y cascabeles de latón, cuchillos, hierbas mágicas, milagrosas, terapéuticas o tal vez hechizantes, zapatos y zapatillas de orillo y fieltro, boinas, todo un zoco y al final para deleite del perro, que alza la cabeza y olfatea con profunda deleite, diría que con ansiedad, un puesto de chorizos, queso, jamón y ristras de morcilla. Es miércoles y por la tarde me iré a la ciudad.

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