En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
domingo, 30 de marzo de 2008
Aún hay nómadas y aventureros, sólo que son sórdidas las anécdotas que te cuentan de sus azarosas vidas, que dicen que hay quienes ganan para vivir matando y otros que van con los muertos en vida prolongándoles la mirada por el entorno, como si fuesen todavía capaces. El mundo ha dado no sé cuántos pasos atrás y ahora la gente, chavalería e general, pero también ancianos, mujeres y niños, algunos sin nacer, se embarcan en cualquier cosa que flote y huyen de una vida para entrar en otra que oyeron decir que es mejor y hasta a veces resulta y vuelven con nuestra mentirosa moneda sonándoles en el zurrón de polipiel comprado a un colega en el mercadillo de los miércoles. ¿No habéis recorrido ninguno de estos neozocos? Huelen a oriente, incluso, y desbordan de imitaciones de todo. Casi siempre hay un tenderete de bolsas que huelen a piel que no lo es o tal vez sí, para colgarse del hombro, sujetarse al cinturón, con muchos departamentos, cremalleras que se enganchan y se desenganchan, s empachan o quedan de pronto boquiabiertas. Que tú cumprá y tienes de poner telefonino y dinero, secreto y la máquina de fotos. Pero no compro, me quedo absorto viéndolos trabajar con paciencia y habilidad de orfebres, con la cara oculta bajo pelambre de días, sucios, desaliñados, tal vez felices, casi siempre con un perro dormido bajo el mostrador, como decían nuestros emigrantes de hace dos siglos que dormían bajo los mostradores de las bodegas habaneras, después de trabajar de sol a sol, como debe hacerse y hacen las aves de corral, pero tampoco es cosa de ejemplarizar en su mundo, que debe ser el de los buhos, que en cambio trabajan de noche y por eso parece que se asustan, cuando pasas de día bajo su rama de la umbría y abren unos ojos perezosamente disparatados y se mueven y ahuecan las alas un momento, como la abuelina, cuando la sacabas de su sopor, allá en la ancianidad y rebullía en el sillón de mimbre.
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